El pensamiento del Comandante en Jefe, fuente viva, y las enseñanzas que de él emanan, deben servir para hermanarnos en la brega de quienes aman y fundan
Autor: Yeilén Delgado Calvo
Escribe sobre Fidel una colega: «No aceptó jamás la derrota»; y el pensamiento va hacia las razones que hicieron de esa característica suya, lejos de obstinación estéril, condición para convertir la utopía en materia palpable.
No es que no enfrentara adversidades a través de su larga vida de luchador y de estadista; las tuvo y muchas –baste mencionar la pérdida de sus compañeros moncadistas, Alegría de Pío, la caída de valiosísimos guerrilleros, la desaparición de Camilo, la invasión por Playa Girón, la Crisis de Octubre, el ciclón Flora, el asesinato del Che, el desplome del campo socialista, el periodo especial…–; sino que sabía ver, tras el doloroso saldo de todo revés, la posibilidad genuina de la victoria, y lo imperioso de no perder, jamás, la honra.
No era optimismo gratuito, sino convicción de la justeza de la causa y de su defensa, y de la responsabilidad histórica que carga sobre sus hombros el pueblo cubano, desde que eligiera por sobre el yugo, la estrella.
Sin embargo, un paso más allá, impulsaba al Comandante la verdadera creencia en el pueblo cubano, en su inteligencia y su talento, en su capacidad de protagonizar las más impensables proezas: «No han sido en balde los esfuerzos que ha hecho el pueblo ni los sacrificios que ha hecho el pueblo, y si los hizo una vez para conquistar el poder revolucionario, lo hará cuantas veces sea necesario para defenderlo».
Su visión del país no se sostenía sobre personalismos, sino en su manera de ver y potenciar ese «algo» que tiene la Isla –es decir, su gente– inexplicable para algunos, y que la hace rebelde, persistente, a pesar de las dificultades: cuando parece que ya no hay una salida, Cuba se reinventa.
«Llevamos nuestras dificultades y nuestras escaseces con dignidad, con la dignidad de aquellos que no se rinden, con la dignidad de aquellos que no se pondrán jamás de rodillas»; decía, y también que «¡entre todos y a todos nos ha tocado mucho honor, mucha gloria, mucha dignidad, mucha vergüenza! Y a todos nos ha tocado el derecho al futuro, a todos nos alumbran los rayos de la aurora».
Si sus palabras parecen pronunciadas para el hoy, es porque conocía bien las entrañas de la ambición enemiga, y la savia de la nación cubana: «La esperanza del enemigo es que nuestras grandes dificultades materiales reblandezcan al pueblo y lo hagan ponerse de rodillas. Esos son los sueños del imperialismo, pero subestiman los poderosos valores morales, los poderosos valores intelectuales y las poderosas ideas con que hoy cuenta nuestro pueblo».
No tendríamos problemas, señalaba, si la política del Gobierno y de la Revolución hubiese sido la misma política entreguista que la precedió; el precio de la autodeterminación ha sido muy elevado, como el de casi todos los sueños que valen la pena. Pero también alertaba sobre las deficiencias nuestras, porque la fortaleza de la Revolución, su avance, dependerá de nosotros mismos:
«Las dificultades mayores o menores que tenga la Revolución dependerán de nadie más que de nosotros mismos; porque son muy lógicas las dificultades que pone el enemigo, pero son muy absurdas las dificultades que muchas veces con nuestra incomprensión y con nuestras insensateces ponemos nosotros mismos, y contra esas hay que luchar en todos los rincones del país».
Su llamado era a encontrar desde cada uno las soluciones, tal y como creyó él que podían los de aquí crear, por ejemplo, su propia computadora, o sus vacunas.
El pensamiento del Comandante en Jefe, fuente viva, y las enseñanzas que de él emanan, deben servir para hermanarnos en la brega de quienes aman y fundan. Lícito es pensar ¿qué haría Fidel hoy?, pero lejos de refugiarse en el «si estuviera», deberíamos preguntarnos ¿qué haremos?; es esa la única forma de asegurar que siga estando, aquí, entre las hijas y los hijos de una Patria que tampoco, jamás, ha aceptado la derrota.