LOS RESTOS PERDIDOS DE JOSÉ MARÍA HEREDIA
Por Igor Guilarte, Periodista e investigador histórico. Premio en Concurso Nacional de Periodismo Histórico 2020 y 2022.
Quizás José María Heredia nunca tenga una tumba. Al menos, no una sobre la que se pueda dejar flores de melancolía, reverenciar una lágrima o leer como epitafio sus versos de fe: “Siempre vence quien sabe morir”. La razón para ello es que nadie sabe dónde están los restos del poeta.
Hijo del matrimonio de don José Francisco Heredia y doña María Merced Heredia, emigrados de Santo Domingo, nació el último día del año 1803, en la habitación principal de la casona no. 6 en la Calle de la Catedral, a dos cuadras de la Basílica Metropolitana de Santiago de Cuba. Trece días después, el párroco don Tomás de Porte le puso óleo y crisma y registró con el no. 3 en el folio 1 del Libro de bautismos de blancos el nombre de José María. A los tres años, el padre fue nombrado asesor de la Intendencia de la Florida Occidental, por lo que, siendo pequeño, abandonó la ciudad en un dilatado viaje —por Santo Domingo, Caracas, La Habana, Matanzas, Nueva York y México— para jamás volver a Santiago.
Fue un hombre de esmerada educación, abogado, catedrático, militar, crítico literario, traductor, periodista, diplomático, diputado e historiador. “El torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en poco tiempo una vasta carrera”, sintetizó en el prólogo a la segunda edición de sus Poesías completas, que publicó en Toluca en 1832.
Durante los casi 15 años que estuvo radicado en México dirigió con notables aportes el Instituto Científico y Literario de ese país. Junto a los italianos Claudio Linati y Fiorenzo Galli fundó la primera revista literaria El Iris, que inauguró la litografía con semblantes de los caudillos de la revolución. También ejerció de magistrado, fue juez, legislador, político; y llegó a codearse con figuras como Guadalupe Victoria, Lorenzo de Zavala, Andrés Quintana Roo y Santa Anna.
Sin embargo, su nombre ha trascendido más por sus cualidades de patriota y poeta. Integró la vanguardia intelectual e ideológica de su época que transpiraba la ilusión y la ira, así como los afanes enardecidos y sublimes de romper el yugo colonial. Eso lo llevó a la malograda conspiración separatista de los Soles y Rayos de Bolívar.
“En el Teocalli de Cholula” (1820), “La estrella de Cuba” (1823), su “Oda al Niágara” (1824) y el “Himno del desterrado” (1825) —por solo citar sus más conocidas creaciones— aflora un estilo inédito hasta entonces; cuánto hay de sublime en la naturaleza, de profundo en los sentimientos, de magnánimo en el ser humano. Por eso, fue considerado en su momento el máximo exponente lírico de la nacionalidad cubana y precursor del romanticismo hispanoamericano. Muchos de sus contemporáneos y las sucesivas generaciones reconocerían la influencia de los textos heredianos.
El eterno peregrino
Errante y proscrito, hacia septiembre de 1825 arribó por segunda y definitiva ocasión —había estado antes en 1819— a tierra azteca, donde, a decir de Martí, todo peregrino halló refugio. Sin embargo, su espíritu acabó consumiéndose en una espiral de desmejoramiento físico y emocional; somatización de la tormenta de padecimientos, austeridad, añoranzas por volver a su patria e incomprensiones de sus allegados desde la carta a Tacón. Sería el propio Apóstol, con su raigal genio interpretativo, el encargado de barrer la injuria con el discurso de Hardman Hall: “[…]
había tenido valor para todo, menos para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas”.
Tras cinco días de agonía, a las seis de la mañana del 7 de mayo, expiró en un cuarto interior de la casa no. 15 en la calle de los Hospicios (hoy República de Guatemala no. 100, donde una placa revela el sitio a la memoria pública), en México, distrito capital. Después de unas pobres exequias en el Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, fue inhumado esa misma tarde en un panteón aledaño, según consta en el acta de defunción asentada en el Libro de feligreses del Sagrario. La nota señala que no recibió los santos sacramentos.
Versiones como humo
Existen pruebas testimoniales de que hacia 1844, al clausurarse el cementerio del santuario, Heredia fue reubicado en Santa Paula, Ciudad de México, en un panteón erigido “a mano derecha de la entrada que mira al Poniente”. En un ampuloso artículo que vio la luz en portada de la revista ilustrada Cuba y América, del 15 de noviembre de 1903, bajo el título “Los restos de José María Heredia”, José Augusto Escoto, director de la Biblioteca Pública yumurina, describió con lujo de detalles: “No era aquel monumento de descanso eterno, ni un nicho, ni una bóveda, sino un pedestal de piedra pintada de color obscuro, de un metro de altura o poco más […]”.
Aquel propio año de 1844, en vísperas de viajar a la Isla para radicarse en Matanzas, la viuda Jacoba Yáñez y sus hijos dedicaron oraciones y flores por última vez ante esa sepultura. Ella tranquilizó a la madre del poeta, asegurándole que había adquirido a perpetuidad el terreno; pero Jacoba venía moribunda y murió pronto. Entonces su suegra comenzó a realizar ingentes esfuerzos por traer los despojos mortales de Heredia a su lado. Vanos intentos.
Sin noticias de Heredia
Con su riguroso espíritu de biógrafo y periodista, Vidal Morales fue uno de los que condensó mejor esta historia en Los restos del gran Heredia, texto publicado en el periódico habanero El Mundo, el 31 de octubre de 1903. Quizás lo más relevante fue que, para apuntalar sus conocimientos sobre el espinoso tema, Morales acudió al patricio y poeta santiaguero Pedro Santacilia, por demás yerno de Benito Juárez. También sostuvo un intenso intercambio epistolar con el general Carlos García Vélez, a la sazón ministro plenipotenciario de Cuba en México, y con el doctor Francisco de Paula Coronado, luego director de la Biblioteca Nacional José Martí.
Veinte años después, exactamente en diciembre de 1926, el Diario de la Marina reavivaba el debate con “¿Se han perdido para siempre los restos de Heredia?”, interrogante que daba título a una extensa serie de artículos en los cuales el autor, Arturo G. Quijano, volvía a tirar del hilo repasando cartas, alegatos y referencias hemerográficas en aras de dilucidar la incógnita.
Como para no poner fin al culebrón, en febrero de 1927, la famosa revista Carteles divulgó en su sección “Actualidades” que los restos habían sido localizados y que la Asociación de Periodistas de Güines cumplía los trámites correspondientes para su repatriación.
Obviamente, la historia de Cuba ha sido preñada de elaboraciones fantasiosas y exageraciones de diverso género que, sin la contrastación adecuada ni respeto a la realidad histórica, han buscado retorcer hechos, inculcar relatos inexactos, abriendo lagunas y tergiversando a conveniencia los acontecimientos.
Todo indica que, colofón de un implacable destino, los restos de Heredia terminaron en una fosa de esqueletos tirados sin orden. Sin la certeza del paradero de sus huesos, el desaparecido cobra forma espectral; pues hay algo definitivamente perdido y a la vez presente que nos acompaña. Quizás jamás tenga una tumba —¿y por qué no un cenotafio?—, mas nos queda su huella etérea. Heredia pensó tantas veces en volver que, al final, no volvería. Algunos románticos dirán que no se fue nunca, que sigue vivo, como la eternidad de un poema.
* Tomado de On Cuba News, 7 de mayo del 2024.
Fuente consultada
Epistolario de José María Heredia, compilación de Ángel Augier;
Vida de José María Heredia en México 1825-1839, por Manuel García Garófalo-Mesa;
Los restos de José María Heredia, por Alejandro González, doctor en Letras e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).