DON FERNANDO ORTIZ

Articulo Divulgativo
UNHIC – Cuba Historiadores – DON FERNANDO ORTIZ

DON FERNANDO ORTIZ

Por Miguel Barnet

Poeta, narrador, ensayista y etnólogo cubano.

No lo pensé demasiado. Lancé la flecha al infinito para que diera en el blanco. Su obra era una montaña gigante, su prestigio devastador, único. Y yo era nadie; un simple rastreador, aficionado al estudio de lo cubano, aquello que me había hecho despreciar y subestimar las aulas de una escuela norteamericana en Cuba y un medio estereotipado por una visión neocolonial.

Como yo era nadie y él era un pilar de nuestra vida cultural, gozaba al menos del privilegio de no prejuiciarlo, de no obligarle a protocolo alguno, a medida alguna de protección.

Llamé por teléfono y me salió su esposa. ¿Quién habla? Pues un admirador de Don Fernando, quisiera ir a conocerle. Sería el año de 1962. Desde 1958 había trabado yo contacto fértil con Argeliers León y María Teresa Linares, un año más tarde conocería a Isaac Barreal y a Manuel Moreno Fraginals. Ya me había graduado del Seminario de Folclor Cubano del Teatro Nacional, ya podía conversar y espolear un poco, si se quiere, los intereses más puros y auténticos de Fernando Ortiz.

De todas maneras era un desconocido. Y él contestó que estaba alejado del barullo de la vida, con acento entre menorquín y catalán —Ortiz se graduó en Barcelona de Licenciado en Derecho en 1900—, que me lo hizo más misterioso e inasible.

El teléfono fue un fracaso. Pasó un año. En la Academia de Ciencias, en la Biblioteca Nacional, en los cursos y los equipos de investigación se hablaba de él con respeto. Don Fernando era un punto de partida, una columna de sostén. Pero no me bastaba con estudiar su obra, con conocerle a través de sus espesos volúmenes. Quería encontrarme a aquel hombre que había espigado en la “intrincada fronda” de lo cubano, para decirlo con sus palabras, en labor pionera de exploración y análisis que hiciera afirmar a Juan Marinello que Ortiz era nuestro tercer descubridor, en comprometida secuencia con el genovés temerario y Humboldt, el sabio.

La curiosidad me mordía a diario. Y decidí tocar a la puerta de aquella casa de columnas dóricas, de aquel centro de la cultura universal en que se habían gestado las investigaciones que darían luz sobre el hombre cubano y sus valores, sobre la cultura del negro tan escamoteada y envuelta en fábulas macabras y terribles relatos de sangre.

Me abrió la puerta María Herrera, su esposa. Con el aval del Instituto de Etnología y Folclor como carta de presentación, llegué a Don Fernando.

“Ciencia, Conciencia y Paciencia”, fue su lema y lead profesional. La Paciencia ganada me senté a su lado, junto a aquel butacón mullido desde donde él veía, entendía y amaba al mundo.

Me preguntó a qué me dedicaba. Por pudor le dije que era poeta, pero debía haberle negado justamente por pudor esta vocación mía. “La poesía ilumina pero desvirtúa, tenga cuidado con las herejías.” Le dije, además, que era aficionado a la investigación de la cultura tradicional cubana, de nuestro folclor. Me habló de Federico García Lorca con admiración y cariño, había sido su amigo. Él lo había traído a Cuba a través de la Hispanocubana de Cultura. Y Lorca en gesto de cariño le dedicó su “Son de negros en Cuba”: “Iré a Santiago, cantarán los techos de palmera, iré a Santiago… Iré a Santiago, en un coche de aguas negras…”.

“Don Fernando, ¿no cree usted que el mejor trabajo que existe sobre las nanas lo escribió este poeta?”. Asintió, pero me miró con recelo. La comparación que yo inconscientemente había establecido con el autor granadino le inquietó. Me di cuenta, pedí disculpas y entramos en el terreno de la cultura afrocubana, vocablo que él hizo cuajar en el lenguaje general de las ciencias sociales de su época.

El acento catalán me pareció significativo. Aquel cubano de tan enraizada estirpe nacionalista, tan gustador del refranero, tan conocedor del folclor popular, hablaba como todo un hidalgo español. Esto no hacía más que darle un tono de cosmopolitismo y gracia a su conversación y denotaba una educación y una formación muy complejas. Su tono, desprovisto de empaque, coloquial y casi íntimo lo hacía humano, lo acercaba a su interlocutor. Hablaba bajo, casi susurraba. No daba órdenes sino que sugería, observaba, acotaba en justa sapiencia. Y sus preguntas eran siempre: “¿cómo ve usted esta idea?, ¿qué cree usted de tal o cual cosa?, ¿estaría usted de acuerdo con calificar este hecho así?…”.

Por mucho que yo insistía: “Don Fernando, no me trate de usted, por favor”, él seguía pronunciando aquel usted que se imponía como una regla dentro de un juego lógico que fijaba una línea de trabajo seria en rigor y de utilidad pragmática.

En el fondo su humor cáustico, su tranquila mordacidad enarbolaban el usted como un estandarte de defensa frente a la hipocresía y el oportunismo. Lo entendería unos años después cuando me dijo un día que él trataba a las personas de usted porque un colombiano amigo se lo había enseñado. Usted imponía respeto y distancia, pero también mostraba un cariño entrañable y un estilo decimonono al cual él no podía renunciar por sus años y la procedencia humanista de la que era quizá en nuestra Revolución el último de sus exponentes, muertos hacía años Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Esteban Borrero Echevarría o Raimundo Cabrera. Con Don Fernando se hablaba de todo. Eso lo saben bien quienes lo conocieron. Ningún esquema, ninguna etiqueta, ningún San Benito caben a su persona. Era un hombre de cultura proteica e integral. Lo mismo era capaz de descifrarle a uno los secretos del oráculo de Eleusis que los de Orumbila, Orula o Ifá. Estudió al negro y sus valores porque como humanista y como científico se percató de que era una imperiosa necesidad social. Pero estudió también a nuestros aborígenes y marcó pautas en el análisis de factores etnográficos de nuestra población como el español, el chino y los de procedencia caribeña. Sus preocupaciones cívicas, de hombre público y liberal, lo llevaron a afirmar: “En Cuba, más que en otros países, defender la cultura es salvar la libertad… La importancia económica del extranjero en Cuba ha ido creciendo más y más. Aunque la estadística es también concluyente en este aspecto culminante de nuestra vida económica, puede hoy calcularse que las dos terceras partes de la industria azucarera de Cuba son americanas, quedando el resto para los cubanos y los españoles. Sería interesante conocer la extensión del territorio cubano que ha pasado al dominio privado de empresas extranjeras; pero no hay estadística fehaciente que nos diga… Y las minas son extranjeras. Y los ferrocarriles son extranjeros, son los más pomposamente exhibidos como de compañías cubanas. Y los teléfonos. Y los muelles. Y, sobre todo, los bancos, y que bien pocos de los que había hispanocubanos, han logrado resistir el sacudimiento de 1920.

“Mirad, pues, cubanos que habéis tenido la paciente bondad de escucharme, cuáles son los índices de visible decadencia intelectual, moral y económica de la sociedad de Cuba y pensad si no merece muy detenida y amorosa atención la creciente debilidad de nuestra patria, cuyo remedio no admite demoras.”

Fuera del barullo, pero dentro, entendió a la Revolución y se identificó con ella. Leía, cuando su vista se lo permitía, las noticias diarias, los grandes titulares y aquellas pequeñitas que contenían mucho, las más enjundiosas, como decía él.

En los últimos seis años de su vida, cuando lo traté con mayor asiduidad, lo vi salir a la calle una sola vez. Sus piernas estaban enfermas. Sin embargo, visitó una tarde el Departamento de Colección Cubana de la Biblioteca Nacional. Aquella visita a la institución querida por él, la que luego recibió su fondo bibliográfico para el disfrute de todos los investigadores, fue quizá su última salida pública.

* Fragmento de “Don Fernando Ortiz”, en Miguel Barnet: Autógrafos cubanos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2009, pp. 199-203. Tomado de La Jiribilla, 10 de abril del 2019.

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