A finales del siglo XVIII e inicios del XIX, la jurisdicción de Cuba y su ciudad principal Santiago de Cuba fueron escenario de transformaciones económicas, sociales, culturales y comerciales; se rompió el aislamiento respecto a las relaciones regionales, nacionales e internacionales y se produjo un importante crecimiento demográfico causado por las oleadas de inmigrantes franceses y franco-haitianos procedentes del Caribe, Europa y Estados Unidos, las que se extendieron por espacios urbanos, montañas y poblados.
Antes de 1791 se especulaba acerca del agotamiento de la fertilidad de las tierras de Saint Domingue; algunos inversionistas galos —entre los que se incluye la familia Lafargue, originaria de Burdeos, Francia— se interesaron por el suelo y el clima de la región oriental, adquirieron a bajos precios terrenos para el cultivo del café fundamentalmente, desmontaron el sistema de hatos y corrales de tipo hacendista ganadero y de minifundio tabacalero, y lo sustituyeron por el de plantaciones esclavistas.1 Su proyección agradó a los pobladores de la zona.
Al producirse la Revolución de Haití (1791-1804), antiesclavista y anticolonial, arribó a Cuba el primer gran flujo de franceses y franco-haitianos (1800-1809) pidiendo resguardo; fueron acogidos y ubicados esencialmente en Baracoa y Santiago de Cuba, por el representante español, comandante general del Departamento Oriental de la Isla, Sebastián Kindelán y O´Regan. Se dice que fueron recibidos con mano generosa y que los hábitos pacíficos de los criollos estrecharon “[…] a las innumerables familias que de la Isla de Saint Domingue vinieron buscando el asilo que les negaba su patria […];2 estos inmigrantes se consagraron al fomento de la agricultura y el co mercio, y aprovecharon los terrenos y recursos que les fueron proporcionados.