A 180 años del natalicio de Antonio Maceo Grajales

Articulos Cientificos

Por Manuel Fernández Carcassés*

Este 14 de junio se cumplieron 180 años del na­cimiento en Santiago de Cuba de Antonio de la Caridad Maceo Grajales. Sus padres, Mariana y Marcos, también santiagueros, mulatos libres, poseedores de pequeñas propiedades rurales en las inmediaciones de la ciudad capital del De­partamento Oriental, lo educaron, al igual que a sus otros 13 hermanos, en el amor al trabajo, la honestidad, la solidaridad y, sobre todo, el pa­triotismo.

Por su condición de mulato le estaba vedada la posibilidad de recibir una educación a la al­tura de las necesidades de una niñez y una ju­ventud que debía prepararse para ser útil a la fa­milia y al país. Antes bien, la legislación escolar colonial establecía para las “personas de color” apenas dos años —a lo sumo, excepcionalmen­te, tres años— de formación escolarizada, en la que recibirían, en planteles carentes de las mejo­res condiciones para servir como escenarios de aprendizaje, solo rudimentos de lengua castella­na, aritmética y doctrina católica.

Las circunstancias le fueron favorables al niño Antonio para que llegara más allá de lo que una sociedad racista y discriminadora pretendía lo­grar en lo tocante a la educación de negros y mu­latos en la Cuba esclavizada. En primer lugar, tuvo un maestro, Francisco Fernández Rizo, que supo desbordar las estrechas fronteras didácti­cas que le imponía el orden colonial e influir de una manera más enriquecedora en su alumno; llegaron a fomentar entre ambos una verdade­ra amistad, mucho más estrecha cuando, con el paso del tiempo, descubrieron sus coincidencias en ideas independentistas. También tuvo un pa­drino, Ascencio de Asencio, que le trasmitió sin duda la ética propia de la condición masónica que ostentaba y el patriotismo que latía en él.

Muy importante fue la influencia familiar, que irradiaba del ejemplo de un padre trabajador y, por demás, dotado de experiencias —oportuna­mente trasmitidas a los hijos— adquiridas años atrás, cuando en Santiago se hablaba de Cons­titución y de derechos, y de una madre consa­grada a levantar una numerosa descendencia sin hacer concesiones a la indignidad.

Antonio Maceo supo aprovechar ese influjo positivo y convertirlo en escudo y espada para luchar contra todo aquello que se opusiera a su ascenso hacia la grandeza. Su primera victoria fue contra sí mismo: se cuenta que, en su ado­lescencia y primera juventud era propenso a las riñas y juegos de azar; que tenía cierta dificultad, al parecer hereditaria, para hablar con fluidez: era tartamudo. Pues bien, se propuso temprana­mente, y lo logró, vencer vicios y defecto, y ese espíritu de autosuperación, factor decisivo en su crecimiento espiritual, ya no lo abandonaría nunca.

Todos en Majaguabo, donde residían los Ma­ceo, descubrieron pronto en Antonio al líder y, bajo su dirección, se incorporaron a una Junta Patriótica que se creó sema­nas antes del luminoso 10 de octubre de 1868, como prueba inequívoca de que el estamento de pardos y morenos libres no espe­raba tranquilamente que los blancos iniciaran la lucha contra el coloniaje. Ese núcleo de valientes jóvenes, en la primera oportunidad, se unió a la tropa mambisa que pasaba y fue el antecedente de la famosa Legión de Majaguabo que, ya for­mando parte del Ejército Libertador, aterroriza­ba a los españoles.

El afán de perfeccionamiento se mantuvo vivo en Maceo: sus dotes de guerrero —labradas por el padre— se pulieron gracias al estímulo que significaba pelear a las órdenes de Donato Mármol, Máximo Gómez y Calixto García. En­seguida corrió de campamento en campamento la fama de este joven de audaces acometidas, de inteligentes ideas tácticas y, a la vez, de modales correctos y una disciplina a prueba de todo.

En la Guerra de los Diez Años acabó de forjarse como hombre culto, gracias a la amistad que culti­vó con compañeros ilustrados, que le recomenda­ron las mejores lecturas de obras literarias e histó­ricas, de las que no pudo desprenderse nunca más. Fue, hasta su muerte, un incansable lector.

Grado a grado fue ascendiendo en el escalafón militar hasta alcanzar la más alta graduación, la de mayor general. Pero el ascenso fue evidente, también, en su formación política. Si bien en los primeros años observaba en silencio hechos que lastraban la unidad de las filas revolucionarias, como la autoproclamación de Mármol como dic­tador —desconociendo a las autoridades mam­bisas— o la destitución del presidente Carlos Manuel de Céspedes, llegó el momento en que se alzó, viril y lúcido, contra las sediciones, com­batió la indisciplina y la insubordinación, y en el instante crucial en el que no pocos, carentes de fe en el pueblo cubano, van al Zanjón, protago­nizó, al frente de una pléyade de orientales, la Protesta de Baraguá, acción que bastaría por sí sola para ubicarlo en la cumbre del pensamiento y la acción revolucionaria en Cuba.

Sin embargo, Maceo tenía que continuar su bregar libertario. En la Tregua Fecunda, no per­dió tiempo para tratar, infructuosamente, de venir a pelear en la Guerra Chiquita, de la cual había sido preterido por cuestiones racistas. Después, volvió a incorporarse a otros planes, también fallidos, para encender de nuevo en la Isla la llama de la insurrección, como el Plan Gó­mez-Maceo y su propio intento de 1890. Andu­vo por varios países del continente, procurando apoyo de los hermanos latinoamericanos para la causa cubana y trabajando duro, en Jamaica, Pa­namá, Honduras y Costa Rica para garantizar el sustento de la propia familia y las de otros mu­chos cubanos.

Cuando Martí lo invitó a unirse a la obra gran­diosa de unidad y compromiso que venía edifi­cando con el Partido Revolucionario Cubano, no dudó en ocupar su puesto. Desembarcó por Dua­ba el 1.o de abril de 1895 y, enseguida, quiso que todos dentro de la Isla lo supieran: había llegado el general Antonio, la noticia provocó una masiva incorporación al Ejército Libertador de aquellos que, desconfiados, no se habían decidido.

Martí, para desgracia enorme, cayó en combate prematuramente, días después de una difícil re­unión con Maceo en La Mejorana, la cual podría haber dejado un sabor amargo en el Apóstol a no ser por la apoteósica acogida que, al día siguiente, el Titán organizó, para borrar cualquier huella de disgusto y honrarlo, con revista militar incluida.

Muerto Martí, el 19 de mayo, el hombre con el que había discutido y ante el que había defendi­do con sinceridad sus ideas sobre cómo debía or­ganizarse el aparato dirigente de la Revolución, el hombre que muchos —antes y después— han presentado como uno de los principales antago­nistas del Héroe de Dos Ríos, dio muestras de un pensamiento y una acción plenamente coin­cidentes con las suyas. Maceo supo identificar, cual había hecho Martí, que el peligro mayor que se abalanzaba sobre Cuba provenía de los Estados Unidos. Esta certidumbre, que desveló a Martí, también preocupó mucho a Maceo. La mayor parte de las cartas que escribió en los úl­timos meses de su vida, están saturadas de las alertas que trasmitía a sus compañeros de ban­do. No era una idea aislada, era convicción que se expresaba con fuerza, una y otra vez, en su correspondencia: no conviene a Cuba contraer deudas de gratitud con vecino tan poderoso. Pensaba: “¿A qué intervenciones ni ingerencias extrañas, que no necesitamos ni convendrían? Cuba está conquistando su independencia con el brazo y el corazón de sus hijos; libre será en breve plazo sin que haya menester otra ayuda”. Y a otro combatiente le decía: “Creo […] que en el esfuerzo de los cubanos que trabajamos por la patria independencia, se encierra el secreto de nuestro triunfo definitivo, que solo traerá apare­jada la felicidad del país si se alcanza sin aquella intervención”.

Un día aseguró, como había dicho también Martí: “Yo hago la guerra a España, a sus tropas que combaten por la tiranía, pero no a los espa­ñoles que permanecen neutrales y que deploran el carácter de esta guerra destructora”.

El ideal latinoamericanista y el firme senti­miento antirracista, la perenne búsqueda de la justicia, y el entendimiento de que la guerra de­bía ser breve (idea contra la que conspiró, quizás sin sa­berlo, el Consejo de Gobierno, asustado por la gran admiración que despertaban Gómez y Maceo como líderes de extracción popular) son coinci­dencias adicionales que demuestran que las fu­gaces contradicciones entre ambos nunca fueron de principios. Todas tuvieron carácter coyun­tural y, por tanto, pasajeras. Cualquier mirada atenta descubrirá la asombrosa coincidencia de ideales. Por eso, Martí y Maceo se encuentran en lugar principal en el altar de la Patria.

* Dr. C. profesor de la Universidad de Oriente.

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