«Aspiro a que Cuba conserve su independencia y la justicia social lograda, con los avances que deben implementarse hacia el futuro»
Por Fabio E. Fernández Batista
En estas jornadas celebra su cumpleaños 80 la Dra. Francisca López Civeira, la incansable profesora que por más de cinco décadas ha laborado con tesón en la Licenciatura en Historia de la Universidad de La Habana. La ocasión amerita propiciar el diálogo con una conversadora nata que, a pesar de los múltiples reconocimientos recibidos — entre otros posee los premios nacionales de Historia y Ciencias Sociales — , no ha perdido un ápice de sencillez. Martiana ferviente, en su indomable afán de ser útil y émula de un personaje icónico de la cuentística de Onelio Jorge Cardoso, la profe Paquita — en este contexto de jubileo — accedió, gentilmente, a intercambiar con Alma Mater.
— ¿A unas cuantas décadas de distancia, ¿cómo evoca usted sus años de infancia y adolescencia en la popular barriada del Cerro?
«Nací en Luyanó, en la calle Rodríguez, pero cuando tenía un año mis padres se mudaron para Santos Suárez, en la calle Lasola, y cuando iba para los seis años fuimos para el Cerro, en Clavel entre Domínguez y San Pablo, frente a la fábrica de refrescos de Materva y Salutaris, donde mi padre trabajaba como “carrero”, que era la denominación entonces de quienes manejaban un camión de venta de refresco, en este caso de la gaseosa Salutaris. Era una casa propiedad de un compañero de trabajo de mi padre y por eso el alquiler era menos elevado, según él comentaba. Allí vivíamos mis padres, mi hermana (mayor que yo) y yo, que era la Chiqui en el lenguaje de mi padre.
«Era un barrio popular, en una cuadra que entonces no estaba asfaltada y mi hermana y yo salíamos a jugar en esa calle, pues no había tránsito alguno; jugábamos con niños de la cuadra y de la esquina a los cogidos, a los escondidos. También esos niños iban a mi casa y allí jugábamos parchís, en lo que mi padre también participaba a veces, y hacíamos cuentos. En la casa de la esquina, donde vivía Monguito con su familia, que incluía un niño de mi edad, se compró el primer televisor en la zona y los niños íbamos allí a ver los programas infantiles. Fue una niñez en la cual no oí hablar nunca de negros y blancos en mi casa, donde mi padre conversaba de inquietudes sociales y políticas con sus compañeros que a veces nos visitaban, donde asistí a una humilde escuela privada de barrio, cuya dueña a veces maltrataba a un niño que, por mis recuerdos, después me di cuenta que era mulato.
«También en esa niñez participábamos en excursiones y otras actividades de la logia masónica en la que mi padre llegó a ser Venerable Maestro; pero sobre todo crecí en un ambiente donde socializábamos los muchachos — negros, mulatos y blancos — en plena armonía, hijos de obreros o de pequeños negociantes de un taller de escobas manuales o de un bar-restaurant, después supe que uno era hijo de prostituta; pero sin ninguna discriminación interna, sin marcar diferencias entre nosotros.
«Fue una buena niñez en un barrio donde proliferaban los solares, y donde también vi que cuando había un policía parado en la esquina, nadie le pasaba cerca y veía a los que andaban en las llamadas perseguidoras llegar a la bodega (en la esquina de mi casa había una) y el dueño les daba cajas de cigarros que no pagaban (no sé si alguna otra cosa).
«Me siento muy identificada con aquel barrio, en especial con mi zona, lo recuerdo con mucho amor y allí crecí y me hice adulta, pues salí de esa casa en 1970, ya casada y con mi primer hijo nacido, para vivir en Marianao, donde sigo viviendo. Allí vi pobreza muy fuerte, pero también afectos profundos».