Por: María Caridad Pacheco González*
Después de la proclamación del Partido Revolucionario Cubano (PRC) el 10 de abril de 1892, José Martí escribió en el periódico Patria: “[…] Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”. En un país donde históricamente la desunión había sido la causadel fracaso de más de un proceso emancipador, quizá uno de los mayores aportes que nos legó el PRC, fruto de la tenaz lucha martiana frente a las tendencias contrarias a la independencia, fue la unidad de los actores fundamentales con vistas a la construcción futura de una república en revolución. La creación de un partido político moderno y revolucionario solo podía brotar de un conocimiento real, con fundamento científico, del proceso social. En Martí hallamos a un dirigente dispuesto a conocer esa realidad en contacto permanente con las masas, porque su perspicacia política le hizo darse cuenta de que la efectividad de la acción revolucionaria exigía en todo momento la participación activa, creadora, del pueblo. De este convencimiento brotó la urgencia de educar a los trabajadores y formar en ellos los mejores valores. El dirigente que había expuesto: “[…] sin razonable prosperidad, la vida, para el común de las gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu”, es el mismo que refiriéndose al papel del PRC dijo: “[…] el Partido no prepara por cierto una república donde la riqueza de los hombres sea la base de su derecho, y tenga más derecho el que tenga más riqueza, sino una república en que la base del derecho sea el cumplimiento del deber”. El poder del delegado del PRC fue un poder democráticamente dirigido a otorgar una representación político-social de las masas, una delegación de facultades y autoridad totalmente opuesta a privilegios de origen elitista y castrense, la cual reconocía sinceramente la soberanía de la instancia popular que lo sustentaba. Por ello, si bien su proyecto de liberación no era —ni podía, ni tenía que ser— de carácter socialista,sino que giraba en torno a la contradicción —esencial para él— entre colonia y metrópoli, y a la necesidad que presentaba nuestra América de conquistar su segunda independencia frente a los peligros que entrañaba el imperialismo norteamericano, un proyecto socialista, particularmente en Cuba, para serlo esencialmente, tenía que ser martiano. En sentido estricto, fue con Fidel que llegó a su plena maduración la articulación de la tradición nacional con el marxismo-leninismo; pero vale recordar que el origen de este proceso parte de la década del veinte del siglo pasado, cuando se estructuró lo que se ha dado en llamar el marxismo fundacional cubano, vinculado con el pensamiento de José Martí e inspirado en la Revolución de Octubre. El derrumbe del socialismo europeo y la destrucción de la URSS (cuyos efectos ideológicos no dejaron de manifestarse en Cuba de diversas formas) coincidiendo con el recrudecimiento del bloqueo imperialista, evidenciaron la necesidad de someter a un profundo análisis el proceso de interrelación entre las tradiciones nacionales revolucionarias, en especial el pensamiento martiano, con el marxismo y el leninismo, como problema clave para comprender las razones por las cuales la Revolución Cubana había seguido su propio camino, en su propósito de fundar una república cuya ley primera, como pidió Martí, sigue siendo “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
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