LA ÚLTIMA SONRISA DE RAFAEL TREJO

Articulos Cientificos

Pablo de la Torriente Brau
Los sucesos dramáticos de la vida tienen la particularidad de fragmentar los hechos, de pulverizar casi hasta el infinito y, sin embargo, de hacer brillar, como si esos momentos fueran de diamante y las circunstancias y los incidentes que los rodean fueran claros, fúlgidos, transparentes, como el polvo del cristal.

Yo recuerdo momentos emocionantes de mi vida. Recuerdo una vez, cuando yo era niño y vivía en El Cristo, cerca de Santiago, que el pitazo de una locomotora me llenó de pánico a la mitad de un puente interminable… Recuerdo una tarde en que al saltar del ferry al muelle, en el emboque de Regla, me di cuenta en el aire, de que el salto no me iba a alcanzar y el ferry me iba a comprimir contra el espigón…

Recuerdo una mañana azul y luminosa en que me hundí en las aguas turbias de Marimelena y en la desesperación por no ahogarme, veía La Habana, resplandeciente de blancura, sin que se me ocurriera pensar en nada que no fuera vivir… Recuerdo aquel crepúsculo en que llegamos a Presidio y vino al muelle para conducirnos, una escolta de soldados siniestros, y a Raúl Roa al referirse al que llevaba a su lado, se le escapó aquella frase que todos pensábamos: ¿A cuántos habrá matado este?…

Porque mi vida ha sido libre, tiene muchos recuerdos interesantes; pero creo que ninguno puede ser más trascendental que el del 30 de septiembre. Fue un día hermoso e inolvidable. Como dije al principio, en mi imaginación se fragmenta, se pulveriza en incidentes aislados; cobra personalidad distinta en cada uno. Entre todos estos fragmentos de aquel día, precipitados en un torbellino emocionante, recuerdo con más intensidad que ninguno, la última sonrisa de Rafael Trejo como algo que fue a la par grato y doloroso, inefable y triste. Yo quiero hoy hablar de aquello.

“¡Muera Machado!”

La loma de la Universidad amaneció manchada de azul. Eran patrullas de la policía. Para muchos fue una sorpresa. Se había pensado que podríamos entrar al Patio de los Laureles para asistir al mitin y de él partir para la calle, a casa de Varona… Pero la loma amaneció manchada de azul.

Aquí fue cuando comenzó, con lo imprevisto, lo febril, lo interesante, lo heroico. Aquí fue cuando comenzaron a amontonarse precipitadamente los incidentes, con un relieve excepcional.
Algunos podían pasar a la Universidad: eran los que aquel día se examinaron… Vi a Pepelín Leyva examinando las posibilidades de entrar; en un automóvil pasaron varios estudiantes: iba Carlos Prío: me parece que Raúl y Trejo también.

Se paró un momento y avisaron que había que irse concentrando, para Infanta, para el Parquecito de Eloy Alfaro. Empezaron a repartirse los manifiestos; la policía comenzó a hacer algunos registros: se bajaban de los caballos (“las perseguidoras” de entonces), y se ponían a buscar revólveres: esto precipitó el choque, pues nos pareció a muchos ominoso el que nos registraran, y nos pusimos a negarnos; el clarín del “mambí” que llevó Alpízar sonó entonces y la bandera cubana fue desplegada; los gritos sonaron con el ímpetu del que ha guardado mucho tiempo silencio; los estudiantes se arremolinaron, convergieron en un punto y los ¡Muera Machado! fueron como una coral desenfrenada y avanzante. Vi a Sergio Velázquez encaramarse en un carrito para hablar desde lo alto; vi a Sanjurjo engañar a un policía temeroso, con un rollo de periódicos; vi como caía al suelo y se levantaba rabioso el sargento Peláez; dos piedras pequeñas que tenía en las manos para dar más duro tuve que lanzárselas, casi a boca de jarro a un vigilante que hizo una mueca; vi como golpeaban el hombro de Alberto Saumell; oí a unos pasos el estampido de un disparo y me desplomé contra el suelo… cuando me levantaron Gerardo Fernández y Armando Guevara, la sangre me tapaba la vista y pensé que me habían dado un balazo. En la máquina de Pepe Fresneda, dando gritos de protesta me llevaron varios para Emergencias.

Al mismo tiempo que a mí bajaban de otra máquina a Rafael Trejo, flácido, desfallecido. Recuerdo que solo entonces fue que pensé que aquel disparo que había oído, podía ser para otro. Alfonso Betancourt y Rafael García, viejos compañeros del Atlético me cargaron hasta el cuarto de curas. Las dos mesas estaban ocupadas; pero instantáneamente fueron despejadas. Recuerdo que en la que ocupé, una muchachita simpática que luego me visitó varias veces, se curaba su herida de apendicetomía.
Acudieron a la sala de curas, médicos y enfermeras.

Se congestionó la sala. Con la gran pérdida de sangre, solo recobraba el conocimiento a intervalos. La tángana había seguido sin nosotros.

“Este puede salvarse pero aquel se muere”¡Con qué prodigiosa claridad, en medio de aquel vértigo de confusión, de batas blancas de médicos y de alumnos; de uniformes azules de policías, de sangre, de imprecaciones y violencias, puedo recordar siempre todo lo que pasó! Cuando se pierde mucha sangre, el conocimiento es como un vaivén de oleaje, que se retira y vuelve; es también como una luz que se apaga y se enciende. En esos intervalos todo se recuerda y hasta se adivina lo que no se ha oído; el instinto vigila con un egoísmo total, absoluto.

Yo sentía un rumor de mar en la cabeza, pero de pronto oí con toda claridad frases enteras. Los médicos me examinaban la herida, y trataban de contener la sangre. No sentí ningún dolor. Pero no recuerdo ninguna cara, porque todos estaban como en la niebla. Las voces de todos se mezclaban: había violentas amenazas de los amigos, observaciones pausadas de los médicos y algunos trataban de calmar los ánimos. En un momento en que recobré el sentido escuché una frase, que me recordó que estaba herido gravemente, que había pasado algo importante. Un médico dijo: “Veremos si este no tiene fractura en la base. Si no la tiene se puede salvar… pero a ese otro muchacho sí que no hay quien lo salve. Se muere de todas maneras…”.

Por extrema paradoja, esta afirmación que escuché perfectamente, no me produjo esa alegría animal de que se habla en los libros cuando se refieren a los impulsos egoístas del instinto de la vida. Solo pensé que había pasado algo y, durante varios días, el ambiente del hospital me hizo imaginar a toda la ciudad agitada de rumores y estremecida de cólera.

La sonrisa de Trejo Después de efectuada la primera cura, juntos nos llevaron para la sala de urgencia y allí nos colocaron en camas contiguas, aisladas del resto por unos paravanes […] De este momento es que tengo el recuerdo más distinto de todos los de aquel día. Rafael Trejo, tranquilo sobre su cama, me sonrió con afecto, como dándome ánimos para pasar ese momento doloroso. Los ojos se me nublaron y cuando volví en mí ya se lo habían llevado para operarlo: le había visto por última vez con una sonrisa animadora en el rostro, pensando acaso, por mi impresionante estado, que yo estaba mucho peor que él. Estoy seguro de que fue este pensamiento doloroso el que me hizo captar con tanta fuerza para el recuerdo, aquel momento de la sonrisa de Trejo. Yo había oído la opinión del médico: “Este puede salvarse, pero a ese otro muchacho sí que no hay quien lo salve”.

Era de los pocos que sabían ya que Trejo iba a morir y su sonrisa, apenada por mi situación, me pareció un sarcasmo doloroso a su espléndida juventud que iba a rendir un esfuerzo inútil por salvarse. Cuando se lo llevaron, al poco rato trajeron a Isidro Figueroa, con un balazo en el hombro y rodaron nuestras camas, colocándose la mía en el sitio donde había estado la de Rafael Trejo.

Aunque nos lo ocultaban, sabíamos que Trejo se debatía desesperadamente por vivir. El insomnio provocado por la conmoción del choque y del tumulto me tenía en estado febril y en una irritación violentísima. Cuando el héroe del 30 de septiembre entró en coma, me dieron a tomar unos calmantes y me dormí profundamente.

A la mañana el gran silencio del hospital me reveló la verdad y solo pregunté: “¿A qué hora murió?” Se había despedido de mí con una sonrisa animadora, él que se iba a morir. Por eso aquel recuerdo es tan claro, tan patético e inolvidable para mí.
A pesar de estar escoltado por contingentes de policiales, el sepelio de Trejo fue una extraordinaria
expresión de duelo. Más de seis mil personas desfilaron por la cámara mortuoria, instalada en su casa de la calzada de Diez de Octubre. Al día siguiente del entierro, Machado suspendió las garantías constitucionales y clausuró la Universidad.
A cada circunstancia de la turbulenta lucha estudiantil, recuerdo aquella sonrisa tan limpia, de un hombre que tuvo la gloria de morir como un héroe, y aunque muchas veces me dan verdaderos desalientos y hasta asco, los repulsivos manejos politiqueros de muchos que han lucrado con aquel nombre inmortal, aquella ingenuidad animadora de su última sonrisa es como una perpetua esperanza, como un eterno alentar para pasar con un poco de desprecio sobre todas las pequeñas vilezas de los que resbalan sobre su sangre, que fue generosa, que rodó por las calles hacia todos los horizontes, sin preferencia por ninguno, que cayó pensando solo en que la vertía por la liberación de un pueblo entero, sometido por la opresión y el terror.


*Este texto fue publicado en la edición clandestina de la revista Alma Mater, de l956; republicado en el no. 455 de septiembre del 2007 y vuelto a publicar en el no. correspondiente
a septiembre del 2021, en el 91 aniversario de esos hechos.