Por María Luisa García Moreno1
Cuando veo lluvia o manantial claro, digo:
¡Ahí vive el Che Guevara!
Ruperto Farrell, poblador de La Higuera.
En un pequeño pueblecito —más que pueblo, caserío— llamado La Higuera, en Bolivia, fue ejecutado hace cincuenta y cinco años Ernesto Guevara de la Serna. La escuelita donde lo asesinaron y las alrededor de treinta viviendas existentes en el lugar, donde vivían apenas unas diez familias, permanecen pobres como entonces. Poco o nada ha cambiado en el lugar, salvo que ahora se llama oficialmente La Higuera del Che.
La humilde escuelita donde se concretó el crimen fue reconstruida y hoy es una posta sanitaria, de una sola pieza y techo de cinc. Allí, según contaba el periodista Guillermo Cabrera, el Che “dio una clase inmortal”: demostró que un hombre puede ser destrozado, pero no vencido.
En el mísero caserío todo recuerda al Che. Los escasos vecinos del lugar han reunido una serie de objetos como la silla donde se sentó, recipientes de los que comió o bebió, una radio en la que escuchaba las noticias… y los conservan con especial respeto. Para los pobladores de la región, el Che se ha convertido en una figura mítica, a la que, incluso, le rezan. Para muchos ha dejado de ser Ernesto Che Guevara y se ha transformado en San Ernesto de La Higuera, a quien se le atribuye todo tipo de milagros.
A la entrada del museo del poblado hay un busto de grandes dimensiones, donde el Che aparece mirando al horizonte. A unos cuatro kilómetros de allí se halla la quebrada del Yuro, donde fue herido en una pierna y, a pesar de ello, debió caminar hasta La Higuera. Como otros pueblos aledaños —Valle Grande, Pucara, Mataral y Camiri—, el Yuro ha pasado a conformar la Ruta del Che. Allí, una piedra recuerda el sitio del enfrentamiento con el ejército, ocurrido el 8 de octubre de 1967 y reza “Che vive”. También en la escuelita de La Higuera hay piedras. De acuerdo con las creencias del lugar, el hombre nace y muere, las plantas se secan, el agua cambia su rumbo, las nieves se derriten, el viento viene y va… Todo en la naturaleza se transforma, menos las piedras: las piedras son eternas, ni el fuego puede con ellas: por eso, para esta gente, la forma de recordar a los guerrilleros es marcar su ruta con piedras.
En la quebrada del Yuro, el silencio es emotivo, sobrecogedor… Para muchos resulta muy difícil imaginar cómo pudo un hombre asmático y herido en una pierna ascender por aquellas quebradas que la lluvia convierte en lodazal y que están a más de tres mil doscientos metros de altura. Quienes se asombran de la singular proeza no saben de lo que es capaz la voluntad humana y, en especial, la voluntad de un hombre como el Che.
Cerca de allí se halla Valle Grande, donde 30 años después del crimen se encontraron los restos del Che y de algunos de sus compañeros. El sitio cuenta también con un museo dedicado al heroico guerrillero, en cuya entrada se advierte una réplica —preparada para una película— de la lavandería del hospital Señor de Malta, lugar donde se presentó a la prensa su cadáver, con los ojos aún abiertos.
En la pared están escritos los nombres de los hombres y la mujer que integraron la guerrilla: 20 bolivianos, 13 cubanos, dos peruanos y una ciudadana argentina, Tamara Bunke, Tania. También figura el nombre de las bajas oficiales —del ejército—, desconocidos muchachos de no más de dieciocho años, con escasos conocimientos y muy poca preparación militar.
Seguramente en ellos pensaba nuestro Nicolás Guillén cuando escribió en su poema “Guitarra en duelo mayor”:
Soldadito de Bolivia,
soldadito boliviano,
armado vas con tu rifle,
que es un rifle americano,
soldadito de Bolivia,
que es un rifle americano.
Te lo dio el señor Barrientos,
soldadito boliviano,
regalo de míster Johnson,
para matar a tu hermano,
para matar a tu hermano,
soldadito de Bolivia,
para matar a tu hermano.
No sabes quién es el muerto,
soldadito boliviano?
El muerto es el Che Guevara,
y era argentino y cubano,
soldadito de Bolivia,
y era argentino y cubano. […]
Uno de los guías del lugar, quien contribuyó al hallazgo de los restos del Che y sus compañeros, es, precisamente, hijo de uno de esos soldados y dice que su padre le contaba que habían llegado al combate sin preparación de ningún tipo y, sobre todo, sin saber qué era el imperialismo yanqui ni cuánto daño causaba a nuestros pueblos.
En el hospital Señor de Malta se mantiene aún la vieja lavandería. El hospital ha crecido, pero la lavandería se mantiene intacta; en ella hay un pequeño florero, donde los visitantes colocan flores en recuerdo del inolvidable guerrillero. Los viajeros se detienen allí por unos minutos, con respeto, y los creyentes aprovechan para rezar una oración.
Los campesinos lo recuerdan sentado bajo la sombra del árbol que después cortaron los militares, pero ha vuelto a retoñar.
Nosotros, cubanos, le rendimos homenaje con gratitud, admiración y respeto, conscientes de que los hombres como Bolívar, Martí, Fidel y el Che nunca mueren. Es que el Che está en las piedras, en el agua limpia y pura, en el verdor de la naturaleza y, sobre todo, en la esperanza de un mundo mejor.
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