Por Araceli García Carranza, Dra. C. y bibliógrafa.
Fue el primer hijo del matrimonio del teniente coronel de infantería del regimiento de Puebla de los Ángeles, en México, Gabriel Bachiller y Mena, y de Antonia Morales Núñez del Castillo, padres también de sus hermanos Gabriel y Asunción.
Su nacimiento en un hogar acomodado le permitió cultivar su privilegiado talento y hacerse de una vasta erudición que puso a disposición de su patria, pues laboró en pro de nuestra cultura en todos los campos del saber a los que dedicó su atención. Realizó sus estudios en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio y en la Real y Pontificia Universidad de La Habana. Obtuvo grado de bachiller en Leyes en 1832 y dos años más tarde el de cánones. Ocupó la cátedra de esta disciplina sin haber alcanzado la mayoría de edad. En 1837 se licenció en Derecho Canónico y en 1838, recibió el título de abogado en la Real Audiencia de Puerto Príncipe.
De su estancia en esa ciudad nos legó un fresco de las costumbres de la época con “Recuerdos de mi viaje a Puerto Príncipe”, publicados en La Siempreviva, en los que se lee: “[…] no es una obra acabada, y de estudio lo que pretendo publicar, es la expresión de lo que he sentido”. Ello revela su modestia; su amor a Cuba y su sentido de la amistad se aprecia cuando expresó: “[…] quisiera poder celebrar progresos y lo quisiera por doble motivo: porque soy cubano y porque dejo amistades en Puerto Príncipe que son muy gratas a mi corazón”.
Como toda obra auténtica, la suya trasciende aquella época de una Cuba colonial, que careció de atención cultural hasta el siglo xviii. No había imprenta, ni periódicos, ni universidades, ni bibliotecas. La metrópoli ejercía férrea censura y ahogaba todo intento de superar ese estado de ignorancia. Cuba era una colonia pobre, carente de metales preciosos y solos interesaba como llave del golfo y centro operacional de las flotas: el puerto de La Habana era tránsito obligado de los navegantes que iban y venían hacia o de Europa.
A pesar de tan adversa situación, Bachiller estudió y propagó los conocimientos de su tiempo. Con clara visión supo lo que Cuba necesitaba, de ahí sus estudios sobre agricultura, jurisprudencia y educación. Planteó la urgente necesidad de superación de los cubanos para enfrentar el nefasto poder colonial. Con sobrada justicia se le reconoce su misión de abrir surcos, sembrar ideas, mostrar caminos en pro de sus contemporáneos.
Al ocurrir su deceso el 10 de enero de 1889, una nota necrológica resume en admirable síntesis la trayectoria de este cubano excepcional: “Poeta en sus mocedades, autor dramático, periodista toda su vida, arqueólogo, jurisconsulto, abogado en ejercicio, filósofo, administrador inteligente de la vida pública, profesor, autor de obras, crítico activo, miembro de numerosas corporaciones científicas y literarias dentro del país y en el extranjero, concejal, propietario y hasta hombre de negocios”.
Su actuación en la entonces Real Sociedad Económica de Amigos del País fue ejemplar así como su labor como síndico del Ayuntamiento de La Habana, posición desde la que propugnó la educación popular. En 1842 participó en la reforma universitaria y fue designado catedrático de Derecho Natural y de Fundamentos de Religión en la Universidad de La Habana. Posteriormente tuvo a su cargo la cátedra de Filosofía del Derecho y en 1862, ocupó el decanato de la Facultad de Filosofía. En esos años dio esmerada atención a la biblioteca de este alto centro docente.
Al crearse, en 1863, el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana fue designado como su primer director. Allí impartió varias asignaturas y fundó la prestigiosa biblioteca de ese plantel.
Al estallar la Guerra de los Diez Años, suscribió un documento que reclamaba una amplia autonomía para Cuba como único medio para terminar el conflicto, el cual provocó la ira de los voluntarios, quienes asaltaron y saquearon su residencia. Años después lejos de la patria recibiría la infausta noticia de que uno de sus hijos había sido vilmente asesinado a machetazos, en un hospital de sangre, por la soldadesca colonialista. Tras el Zanjón, regresó a La Habana donde continuó trabajando por engrandecer su patria.
Bachiller tuvo una larga y fecunda vida que le permitió conocer a otros grandes del siglo xix, desde Tomás Romay y José Agustín Caballero, que con Varela y Luz eran las figuras más sobresalientes de la generación que le precedió, hasta Varona y Martí, el más formidable de los cubanos. Sufrió en carne propia los problemas de una patria colonizada y, como ellos, los estudió y propuso remedio a los más urgentes.
En el prólogo al epistolario de José de la Luz y Caballero que publicó la Universidad de La Habana bajo el título “De la vida íntima”, Elías Entralgo atribuye dos cualidades sobresalientes a los cubanos del xix: curiosidad y enciclopedismo. Bachiller poseyó ambas en alto grado: su curiosidad insaciable lo llevó a las más disímiles lecturas y a temas casi contrapuestos. Es esta universalidad de sus estudios la que lo sitúa entre los grandes enciclopedistas cubanos que, influenciados por la literatura francesa, cumplieron su misión en medio de las circunstancias de su época.
Bachiller escribió de prisa, pero nos legó una obra inmensa, dispersa en publicaciones cubanas y extranjeras, gran parte de ella escondida tras los numerosos seudónimos que utilizó. El investigador Rodolfo Tro, previa consulta en las bibliotecas de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, y la Sociedad Económica de Amigos del País, así como la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí y la Biblioteca Pública de Nueva York, legó a la bibliografía cubana una erudita compilación anotada de la obra de Antonio Bachiller y Morales, a partir de un primer discurso pronunciado el 10 de enero de 1823 en la clase de Filosofía del Seminario San Carlos, cuando aún era discípulo de fray Javier de la Cruz y apenas había cumplido los 11 años.
De su inmensa obra, la más relevante y por la cual es conocido como el padre de la bibliografía cubana, como lo calificara con justicia Carlos M. Trelles y Govín, el más grande de los bibliógrafos cubanos, es Apuntes para la Historia de las Letras y de la Instrucción Pública de la Isla de Cuba, publicada en La Habana entre los años 1859-1861. En su Advertencia escribió: “[…] Cuba debe ser agradecida conservando los nombres de aquellos de quienes ha recibido los beneficios de la enseñanza a que debe su estado actual”.
Dio a conocer su primer trabajo de carácter bibliográfico —Publicaciones Periódicas. Catálogo razonado y cronológico hasta 1840 inclusive— en el segundo tomo de esta obra. Inició así el cultivo en nuestro país de la bibliografía nacional, memoria viva que rescata nuestras experiencias como pueblo. Su siguiente y no menos relevante experiencia apareció en el volumen tercero de sus Apuntes… bajo el título Catálogo de libros y folletos publicados en Cuba desde la introducción de la imprenta hasta 1840, el cual consideró una obra incompleta en la que invirtió “tiempo y fatigoso trabajo atendidas las circunstancias locales”. ¡Una verdadera proeza cultural en época tan ajena a intereses humanistas y culturales!, la cual no solo desborda su época, sino que es auténtica y perdurable porque trascendió a sus contemporáneos y entusiasmó con su aporte a otros eruditos.
Nuestro José Martí admiró al polígrafo mayor de la Cuba colonial. Sus palabras lo describen para siempre:
Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, era orgullo de Cuba Bachiller y Morales, y ornato de su raza. Pero más que por aquella laboriosidad pasmosa, clave y auxiliar de todas sus demás virtudes […] fue Bachiller notable porque […] dejó su casa de mármol […] y sin más caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve.1
- José Martí: “Antonio Bachiller y Morales”, en Obras completas, t. 5, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2007, pp. 142-143.
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